Hace tiempo que me llaman la atención los volcanes: me fascinan esas válvulas de escape del planeta, esos canales por donde sale intempestivamente y sin ningún aviso el centro caliente de la Tierra hasta la superficie. Más allá de la tragedia que supone que explote un volcán cerca de una ciudad, me alucina su capacidad de detener el tiempo y cambiar el curso de las cosas de un momento a otro.

Pienso en Pompeya, la ciudad del Imperio Romano sorprendida en el 79 d.c. por la explosión del Vesubio y en como todo quedó cubierto de cenizas hasta que los arqueólogos comenzaron a desenterrarla en el siglo XVIII. Gracias al volcán se conservan frescos maravillosos: mosaicos, palacios, objetos y mucha información de la vida cotidiana en esa época. Les dejo algunas imágenes.

En las excavaciones se encontraron también huecos en las cenizas, correspondientes a los cuerpos que habían quedado atrapados ahí. Un arqueólogo del siglo XIX rellenó esos huecos con yeso y así se obtuvieron calcos de las víctimas en el momento exacto en el que los sorprendió la muerte: algunos duermen, otros gritan y hay quienes se aferran a sus pertenencias. Los perros guardianes murieron atados junto a sus dueños, los gladiadores no lograron escapar del anfiteatro.

En 2019 se encontró en “la casa del jardín” un botín de joyas y amuletos en piedra y cerámica tan impresionantes como los cadáveres-esculturas: hay anillos, cuentas y gemas utilizados por las mujeres de la casa para atraer la buena fortuna.

Por historias como esta me encantan los volcanes. A veces destruir todo puede ser una manera de conservarlo.

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